
Sobre el tiempo tengo mi propia teoría, seguramente similar a la de otros muchos. Y no me refiero a una idea científica, por supuesto, sino que apunto a la más pura y desnuda subjetividad del ser humano. Estoy hablando de la percepción personal de ese esquivo elemento que no podemos tocar ni mucho menos atrapar, que nos hace sus esclavos, que dirige nuestras vidas y que no vuelve jamás porque únicamente sabe de huidas hacia delante.
¿Son iguales los minutos que pasas esperando el resultado de una prueba médica que los que disfrutas con los amigos tomando unas cervezas? ¿Se parece la percepción de tiempo cuando subes a una montaña rusa y ese pequeño artilugio en el que te transportas escala peldaño a peldaño muy despacio antes de desplomarse desde la cúspide para caer veloz e iniciar su alocada carrera al momento del descenso que te conduce final de ese intrépido trayecto? ¿Son idénticos los instantes de espera en un atasco que los que te estremecen de arriba a abajo cuando te besa el ser amado?

El tiempo se dobla, se pliega sobre sí mismo, se hace insignificante o se estira, se ensancha y dilata de forma infinita. El tiempo es esa mirada a una carretera que parece interminable, eterna, y que al final se ve muy estrecha, a pesar de que sus medidas permanecen intactas en todo el recorrido.
En verano, el tiempo se hace pequeñito, minúsculo, los minutos parecen segundos y los días se condensan en apenas un instante fugaz a pesar de sus interminables horas de luz. Aunque esa es mi sensación nada más, ahora que ha pasado más de la mitad de julio y que se me antoja tan lejano aquel inicio del verano y la noche de San Juan. Seguro que diréis que queda mucho, que la época estival está en sus albores, pero no os engañéis, muy pronto, antes de lo que esperáis, la noche volverá a caer a una temprana hora de la tarde y os preguntaréis dónde quedaron las aparentemente interminables jornadas veraniegas.
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