El Ocaso De Los Días


«Todo mi cuerpo en este otoño se siente crepúsculo en la lluvia”

Tagami Kikusha

PRÓLOGO

Veinte años antes…

Salió a la calle. Dejó la puerta abierta de par en par. Caminó por el jardín, abrió la pequeña verja y salió a la acera plagada de hojas. Parecía un mullido colchón  debido al viento de la pasada madrugada. Daban ganas de tumbarse sobre él y mirar aquel cielo de un azul casi inocente, observando como se movían aquellas esponjosas nubes al tiempo que podías imaginar la sensación en tus manos al tocarlas. Aquel día los operarios del Ayuntamiento no habían pasado a barrer y por eso se habían acumulado los cadáveres de color ocre de esos árboles ya semidesnudos.

Era una gélida tarde otoñal, pero aquel crío no parecía sentir el más mínimo frío. Apenas un jersey fino, una camisa y un pantalón de franela cubrían su escuálido cuerpo. Caminaba por la calle con el cuchillo aún en la mano. Un cuchillo de cocina corriente, tal vez el típico para cortar la carne. Aún caían gotas de sangre. Gotas de un rojo intenso iban marcando el camino como migas de pan. Eran gotas espesas, lo que hacía intuir que procedían de una fuente intensa de exanguinación. El niño no parecía tener salpicaduras en su ropa, salvo en el puño de la manga derecha de su jersey. Tal vez no era ni víctima ni verdugo, sino un simple observador que había llegado en el momento menos oportuno.

Caminaba con la mirada perdida. Vacía. Ausente. No había resto de consciencia en aquellos ojos. Simplemente, seguía sus pasos y miraba hacia ninguna parte. 

Como un autómata. 

Como un robot desprogramado. 

Una cáscara ahora vacía que había albergado un ánima no hacía demasiado tiempo. 

Un contenedor de fluidos y vísceras.

Un alma cruelmente desalmada.

Se oían gritos a su paso, pero él parecía insensible a su sonido. La gente le miraba sorprendida y asustada a la vez.  Parecían haberse congelado por momentos, espectadores pétreos e incapaces de la más mínima reacción, reos del espanto y de un miedo paralizante. Era sólo un crío, no podía tener más de diez años. 

Por fin, a lo lejos se escucharon las sirenas de la ambulancia y la patrulla de la policía. El niño no parecía herido, pero nunca se sabe, sobre todo porque las heridas del alma no sangran a simple vista, aunque hagan que se te escape la vida como si hubiera una fuga dentro de ti.

El policía rubio se acercó al chaval. Empezó a hablarle pero el chico seguía sin responder. Le agarró de la muñeca en la que portaba el cuchillo, de forma suave, con movimientos delicados y medidos, pero firmes al mismo tiempo. Logró quitarle el cuchillo. Le hablaba pero el niño seguía como si nada, como si no escuchara. Sus ojos no miraban a ninguna parte. Sus pupilas estaban dilatadas, abriendo un abismo hacia su interior.

Acudieron los sanitarios y se hicieron cargo del chaval. Cuando los policías descubrieron de donde había salido el niño, pidieron refuerzos y, al menos, una ambulancia más.  No fue difícil averiguarlo, sólo había que seguir el rastro de  gotas sanguinolentas, las cuales conducían directamente a una de las casas del vecindario que permanecía con la puerta abierta, permitiendo que entrase el frío al interior.  

La escena allí era heladora.

Cuando entraron, vieron dos cuerpos. Ambos parecían a simple vista inertes. No obstante, cuando se acercaron a la mujer, percibieron un movimiento leve en sus párpados y silbidos de una respiración ahogada. La mujer había sobrevivido, aunque estaba en muy mal estado. Para el hombre parecía no haber esperanza. Estaba sentado en el sillón frente al televisor. Le habían degollado de izquierda a derecha, con un corte inestable e inseguro pero contundente.

  • ¡Hola chaval! ¿Cómo te llamas? -le preguntó el paramédico al niño.

No obtuvo respuesta. El suyo era un silencio hueco, como si se hubiera hecho el vacío en su mente. Los ojos seguían ajenos a lo que sucedía a su alrededor. Parecía que únicamente mirasen hacia su interior, de un modo introspectivo.

  • Puedes estar tranquilo. Estás a salvo. No va a pasarte nada, ¿de acuerdo? Estoy aquí para ayudarte, para asegurarme de que te encuentras bien. Te voy a decir lo que vamos a hacer, ¿vale? Vamos a llevarte al hospital para hacerte algunas pruebas. Yo voy a acompañarte en todo momento. No vamos a hacerte daño y, si algo te molesta, no tienes más que decírmelo y paramos. 

El niño continuó sin decir una sola palabra, pero tomó  la mano del médico y con aquel gesto casi inconsciente y automático le estaba diciendo que se fiaba de él.

Le llevaron al Hospital Standford. El joven paramédico iba junto al niño en la ambulancia y no se separó de él en ningún momento. Acariciaba con suavidad su mano y le iba hablando continuamente de cosas agradables, de dibujos animados y de todo lo que se le pasaba por su mente con la única intención de tratar de hacerle olvidar los horrores vividos, fueran cuales fueran. 

Cuando llegaron al hospital, llegó una patrulla de policía muy poco tiempo después. Acompañaron al niño hasta la sala en la que iban a reconocerlo. El policía rubio que había hablado con el chaval cuando le encontró deambulando por la calle, le dijo unas palabras a la doctora encargada del reconocimiento que el joven paramédico no pudo llegar a entender. El rictus del policía era muy serio, lo que presagiaba malas noticias.

Poco después averiguaría que aquel inocente niño acababa de asesinar a su padre.

CONTINUARÁ…

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Gracias por tus minutos de lectura

Photo by Cristian Dina on Pexels.com

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