LAS ALAS DE MI GUITARRA

Mi mundo se había venido abajo. A veces, la vida es una mierda debajo de la suela de tu zapatilla. Se empeña en pegarse a ti y extender un olor hediondo y desagradable hasta dejarte sin respiración. Sentía que no había nada ya que valiera la pena. El instituto era un calvario. Es lo que tiene cuando eres el blanco de las mofas. Acudir a clase no es algo que te apetezca. Pero, bueno, estaba acostumbrado. Al final, cuando es lo que conoces desde que tienes uso de razón, te acostumbras. Ya sé que suena conformista, pero es lo que hay. Luego llegaba a casa y esas seis horas infernales se extinguían como un fuego bajo una lluvia torrencial. Mi madre era la persona más alegre del mundo. Era capaz de sacar lo positivo hasta en un funeral. Era una artista de la risa. Optimista hasta el final.
Hasta su final.
No tenía ganas de levantarme de la cama. Mi madre era mi mundo. Era mi roca. No tenía ni la menor idea de cómo iba a navegar por el lodo que había dejado su ausencia. Mis pies se hundían cuando trataba de levantarme de la cama, como si la alfombra se los tragara y me impidiese seguir adelante. Con mi padre siempre me había llevado bien, pero apenas le veía porque estaba todo el día trabajando, especialmente desde que tenía que hacer horas extra para pagar el tratamiento de aquella jodida enfermedad. Ahora que ella no estaba, bastante tenía con sobrellevar su duelo porque, puede que él fuera el sustento económico, pero ella era nuestro sustento vital.
Un día, llamaron del instituto. Imaginaba que lo hacían para hacerme la vida más fácil. Por supuesto, lo digo en tono sarcástico, porque creía que querían avisarme de mis faltas de asistencia acumuladas. O sea, que querían darme un toque. Pero no. Me equivoqué. Era Luis, mi profesor de música. Me daba tan sólo una hora a la semana de clase, pero me había echado en falta. Sus palabras fueron: “te he echado de menos”, que no es exactamente lo mismo. A mí. A Mister “Si-fuera-invisible-mejor”. No daba crédito. Pensaba que se estaba quedando conmigo.
Me preguntó cuándo tenía pensado volver a clase, pero yo estaba derrumbado. Volver al instituto era precisamente lo que menos me apetecía. “No lo sé”, fue mi respuesta. “Está bien, entonces pasaré yo a verte”. Por supuesto que no le creí ni por un segundo. Era un profe enrollado, eso era verdad. Yo disfrutaba con sus clases porque la música es mi vida y él siempre que me veía por el instituto, se acercaba a decirme algo. Más de una vez me había comentado eso de “si necesitas algo, ya sabes donde encontrarme”. Pero ya. Es decir, yo creía que era la típica frase hecha para quedar bien, así que nunca acudí a él. ¿Para qué? ¿Qué podría cambiar?
Si lo hubiera sabido antes…
La verdad es que él lo cambió todo. Resulta increíble que una sola persona pueda hacer la diferencia. Cuando más solo me sentía en el mundo, se volcó conmigo y me ayudó a regresar de las tinieblas.
Aquel día vino a verme y trajo su guitarra. No me preguntó lo típico de cómo te encuentras, ni dijo el manido “todo pasará” o “el tiempo lo cura todo”. Estuvimos tocando varias canciones en el salón de mi casa durante cerca de una hora. Y mi corazón roto empezó a soldar.
Desde aquel momento, no dudé en buscarle en el instituto cuando tuve algún problema. Siempre me ayudó. No hubo excusas. No hubo palabrería. Estaba ahí y me echaba un cable. Punto.
Luis cambió mi vida. Parece una frase simple pero no lo es, porque implica cambios radicales y perceptibles en la existencia de un ser humano. Un profesor puede hacerlo, esa es la verdad. Nos toman entre sus manos en los momentos más vulnerables de nuestra vida y nos conducen bajo su ala hasta que podemos valernos por nosotros mismos.
Nadie puede volar con las alas rotas y las mías, no sólo estaban rotas, estaban astilladas.
Después de la muerte de mi madre, Luis me recompuso. Mi padre ya tenía bastante con su propio dolor de haber perdido a la persona con la que creía que envejecería. No podía hacer más. Y lo comprendo. Por suerte, mi profesor de música se empeñó en no dejarme caer en el abismo de la tristeza y me arrancó de sus garras a base de acordes de guitarra.
Sin duda, fue mi mejor maestro.
Gracias, Luis.
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