
APARIENCIA
Veinticinco años antes…
Arthur nunca había sido un niño demasiado alegre. Si cierras los ojos y piensas en un niño entre los tres y los doce años, por ejemplo, seguro que se te viene a la cabeza la imagen de un crío riendo y jugando. Excepto si has conocido a un chaval como él. La sonrisa de Arthur se caracterizaba precisamente por su ausencia. A los profesores siempre les había llamado la atención, puesto que, desde bien pequeño, había sido un crío muy serio. No obstante, era responsable y trabajador. Su comportamiento en el aula era ejemplar. No podían tener quejas al respecto.
La madre solía ser la que se encargaba de acudir a las citas en el colegio. A nadie le sorprendía, puesto que era muy habitual que, en aquella época, fueran especialmente las madres las que se encargaran de acudir a las reuniones de seguimiento con los maestros. Katerina era una mujer encantadora y muy colaboradora. Era muy sencillo hablar con ella y justificaba el hecho de que su marido no acudiera, no porque no le interesase la educación de su hijo, sino porque trabajaba muchas horas al día y le era imposible asistir.
- Lo comprendo perfectamente -le dijo en una reunión la tutora de Arthur-. El trabajo es lo primero porque alguien tiene que llevar el pan a casa. Pero me gustaría que hablásemos en algún momento los tres porque veo al niño apagado y serio. Bueno, mis compañeros dicen que siempre ha sido así, pero me preocupa un poco, la verdad.
Katerina retorcía un pañuelo entre sus manos tratando de contener sus nerviosismo. No podía permitirse aquello. Tenía que mostrarse absolutamente convincente. No quería ni imaginar las consecuencias si llamaban a casa o llegaba una carta del colegio.
- No debe preocuparse, señorita Miller. Le agradecemos su interés, pero Arthur siempre ha sido así en el colegio. Es muy tímido y no le gusta llamar la atención. En casa es mucho más alegre, debería verlo -señaló procurando lucir una amplia sonrisa que, en su caso, se caracterizaba por ser un intento vano de poner en su sitio los músculos faciales que componen ese gesto de felicidad y complacencia.
- No sé, me gustaría verle disfrutar. Hacemos muchas cosas divertidas, pero él parece no saber sacarles el máximo partido.
- Claro que sí, pero lo hace a su manera. Luego en casa me lo cuenta todo. Tiene que entender que cada uno somos diferente y yo conozco bien a mi Arthur. Soy su madre y soy la primera interesada en que mi hijo sea feliz. Le agradezco su preocupación, pero el niño está bien, de verdad.
- De acuerdo. Bueno, seguiré pendiente de él e intentaré hablar con Arthur de vez en cuando a ver si me cuenta algo.
Katerina tragó saliva. ¿Por qué tenía que estar tan pendiente del niño? Hasta aquel momento, ningún profesor había ido más allá del típico comentario acerca del carácter taciturno de su hijo, pero nada relevante. Una idiosincrasia como otra cualquiera. “Ya sabe, es su forma de ser”. Y fin de la historia hasta la siguiente entrevista. Eso si volvía a salir el tema, que no solía ser así.
No podía permitirse que el niño dijera nada en la escuela. Si lo hacía, su padre la mataría, de eso no tenía ni la menor duda. Debía hablar con su hijo y debía hacerlo muy seriamente, recordándole todos los peligros que suponía llamar la atención de cualquier manera en el colegio. Muchas veces se lo había dicho: “Hijo, tienes que pasar desapercibido. Que parezca que no estás. Haz tus tareas y cumple con tu obligación, nada más. Ya conoces las consecuencias si no lo haces”.
Aquella maestra tenía muy buenas intenciones, estaba claro, pero podría arruinarles la vida. Ya era bastante complicado su día a día.
Aquella tarde llegaron a casa como cada día. Le preparó la merienda a su hijo y se dispusieron a hacer los deberes, como era habitual. Todo transcurrió con la anodina normalidad de cada día al volver de la escuela. Hasta que llegó la bestia y se desató la tormenta.
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