EODLD – Capítulo 7 -Parte 2 Pacientes 1 y 2


Veinte años antes…

Después de la primera consulta, Stephen pudo sacar varias conclusiones. Katerina había llegado a Estados Unidos siendo muy joven. Como tantos otros, había emigrado buscando el sueño americano. Conoció a Matt al poco de llegar y se enamoró perdidamente de él. La ingenuidad e inocencia inherentes a sus diecinueve años le hizo creer que había sido muy afortunada al encontrarle. Matt era diez años mayor que ella y tenía un trabajo que le permitía ocupar una posición social cómoda. Era un hombre atractivo y con una personalidad arrolladora.  En realidad, era un narcisista de manual, pero eso ella ni lo sospechaba. Era uno de esos tipos con la capacidad de llenar cualquier estancia tan sólo con su presencia. Le ofrecía una seguridad que ella nunca había sentido verdaderamente, como si él fuera el muro de carga que soporta el peso del edificio y lo mantiene en pie. Al poco tiempo, se quedó embarazada y se casaron. Son de esas cosas que parecen venir rodadas. Chico conoce a chica, empiezan a salir juntos, embarazo y boda del tirón.

Sin duda, ese fue el gran error de su vida. 

A partir de ese momento, la careta cayó y se volvió mucho más controlador con ella. Empezó de manera sutil con detalles insignificantes hasta llegar a someterla absolutamente en todos los aspectos. Se había vuelto una mujer dependiente e insegura hasta extremos inconcebibles, con un miedo visceral a su marido. Stephen vio enseguida que tenía los rasgos típicos de una mujer maltratada tanto psicológica como físicamente. No hacía falta ser un experto en la materia para verlo. Con tan sólo treinta y un años, ya era una mujer totalmente arrasada.

Ante la policía juró y perjuró que fue ella la que había asesinado a su marido. Cuando los investigadores le demostraron que eso era imposible según lo hallado en el escenario del crimen y según la habían encontrado en aquel estado de semi inconsciencia, entonces aseguró que había entrado un extraño y que había sido él. Trató de que exoneraran a su vástago de un modo u otro, rogó que la detuvieran a ella porque era la única culpable de haber llevado a Arthur a aquella situación. Esgrimió múltiples argumentos, algunos de ellos un tanto disparatados, sólo para lograr que le dejaran libre. No podía soportar que apartaran a su pequeño de su lado, sobre todo ahora que el opresor había desaparecido de sus vidas para siempre. Tal vez era miedo a quedarse sola, o quizás fuera simple y puro amor de madre. Katerina imaginaba que ahora tendría la oportunidad de ofrecerle una vida mejor y no quería que se la arrebatasen de ninguna de las maneras. 

Quería proteger a su hijo y se culpaba porque hasta ese momento no lo había hecho. Intentó todo lo que se le pasó por la mente. Sentía que aquello era un nuevo e inmerecido castigo, lo cual era en cierto modo razonable puesto que él había sido una víctima más de aquellas injustas y lamentables circunstancias en las que habían vivido mientras el padre del crío vivía. 

A lo largo de las sesiones, Stephen le hizo tres preguntas decisivas. Tres preguntas que le ayudarían a vislumbrar la verdadera gravedad de la situación. Tres preguntas que  no dudaba que abrirían nuevos interrogantes.

Y las tres fueron afirmativas. 

Arthur se había hecho pis en la cama hasta los diez años. Le gustaba quemar cosas, algo que había traído de cabeza a su madre y a los profesores desde los ocho años y que habían obviado contarle al psiquiatra cuando éste acudió al colegio. Y, por último, más de una vez el vecino le había dicho que mantuviese a su hijo alejado de su perro, un terrier francés al que le gustaba tirarle piedras y tirarle del rabo hasta que el pobre animal se retorcía de dolor. En alguna ocasión, además, Arthur había llevado a casa pequeños pájaros muertos. 

Tres de tres. 

Stephen, a pesar de su corta experiencia aún en la profesión, se percató de que estaba ante un caso decisivo. Quería hablar con alguno de sus mentores en Palo Alto acerca de cuál sería la mejor forma de abordar el tratamiento tanto de la madre como del hijo. Las cicatrices del trauma eran profundas y era imprevisible calcular sus efectos a largo plazo. Finalmente se decantó por el psicoanálisis, el cual por aquella época seguía gozando de prestigio en la profesión.

La primera sesión le sirvió para conocer a su paciente y para reconfortarla. Debía ganarse su confianza. Eso era fundamental. Comprendía que era fácil que Katerina tendiese a mostrar sumisión pero también recelo hacia su terapeuta, debido a tantos años de maltrato físico y psicológico.  Y no era eso lo que quería porque aquello implicaría que la mujer sólo le daría respuestas complacientes, mientras que él lo que buscaba era indagar en su psique y que se enfrentara a la verdad. Buscaba que confiase en él, que se abriera de manera honesta para curar las heridas que arrastraba desde hace tantos años.

Stephen era un joven de veintiocho años encantador que tenía facilidad para que la gente se abriera a él y le confesase el tipo de cosas que uno se guarda para sí mismo por miedo a ser repudiado por los demás.  Sesión a sesión, se percató de que ella cada vez se sentía más cómoda y más abierta a revelar sucesos del pasado y sus pensamientos más íntimos. Antes o después, podría acceder a todos esos sentimientos reprimidos e ideaciones que la mantenían aún cautiva, a pesar de haberse liberado de su abusador. 

Katerina se sintió la mujer más afortunada del mundo al tenerle como médico. Era un hombre amable, delicado y correcto, con una exquisita educación que, además, le prestaba una atención sincera. 

Tal vez fuera debido a su dependencia emocional y, en cierta medida también, pudo estar motivado por la transferencia psicológica que a veces se produce entre médico y paciente. La cuestión es que aquella mujer devastada por el maltrato reiterado y abusivo acabó por enamorarse de Stephen. Vio en él su tabla de salvación, el caballero de brillante armadura que la sacaría de la ciénaga en la que había transcurrido sumergida la mayor parte de su vida.

Un médico. Le sonaba tan bien que casi le parecía un sueño. Creía que él experimentaba los mismos sentimientos por ella. ¿Por qué si no iba a ser tan amable y encantador?

Aquel enamoramiento un tanto enfermizo supuso un punto de inflexión tanto para ella como para el tratamiento de su hijo.

Tal vez aquella inocente ilusión que había germinado en su corazón fue el desencadenante de lo que sucedería tantos años después.


  • ¡Hola Arthur! ¿Me recuerdas?

El chico le miraba con aquellos grandes ojos verdes, pero con un vacío helador. Parecían un páramo, un lugar arrasado después de un temporal de hielo y nieve.

  • Vale, no tienes por qué hablar. No de momento. Hoy voy a contarte lo que vamos a hacer. En primer lugar, tu madre me ha autorizado a que grabe nuestras sesiones. No quiero que te pongas nervioso porque veas una cámara, ¿de acuerdo? Sólo yo voy a ver las cintas, nadie más. Me sirve para repasar lo que tratemos en cada encuentro que tengamos y poderte ayudar. ¿Qué te parece si por el momento establecemos un código de gestos para entendernos? Sólo necesito que digas sí o no con la cabeza, nada más. ¿Estás de acuerdo?

Esperó unos segundos su respuesta. Arthur no parecía reaccionar. Sólo le miraba fijamente. Unos segundos después, movió afirmativamente la cabeza. 

  • Vale, buen chico. Empecemos entonces. A partir de ahora, vendré dos días a la semana a verte. Te haré algunas preguntas, te pediré que me cuentes cosas de ti, haremos algún juego y muchas cosas más. Me interesa saber en cada momento cómo te van las cosas aquí dentro, si alguien se mete contigo, si tienes algún problema… ¿Entiendes a lo que me refiero? 

Nuevo movimiento afirmativo.

  • Bien. Durante la semana, estaría bien que escribieras un diario en el que me cuentes todo lo que te preocupa, lo que te sucede cada día, los pensamientos que pasan por tu cabeza. Puedes dibujar si lo prefieres. De hecho, te he traído un cuaderno especial para eso que espero que te guste -dijo dejando dicho cuaderno a su alcance para que lo cogiera cuando quisiera-. Sé que en el colegio sacabas buenas notas y que se te daba muy bien escribir, así que estoy seguro de que no vas a tener ni el más mínimo problema con esto. 

Stephen observaba cualquier reacción del niño. Permanecía serio, casi hierático. Era difícil adivinar qué pasaba por aquella cabeza. Se había entrevistado con algunos de los profesores del colegio y, por lo que le habían relatado, no era descabellado que aquel crío sufriese algún tipo de mutismo selectivo. Apenas había hablado con ningún adulto desde que ingresara en el colegio. Tampoco había tenido demasiados amigos, aunque aquellos que habían tratado de meterse con él habían salido escaldados, puesto que cuando alguien le atacaba era capaz de una saña y una violencia que a todos los profesores les parecía inaudita. En las contadas ocasiones en las que había sucedido, se habían quedado conmocionados con la reacción desproporcionada de aquel chico por lo general tranquilo.

Iba a ser difícil sacarle algo, pero a Stephen le gustaban los desafíos. Nadie a quien no le gusten se dedica a la Psiquiatría. Confiaba en que Arthur fuera colaborador y, al menos, escribiera algo cada semana que le ayudase a entrar en su cabeza. Contaba con la cooperación de la madre, la cual se mostraba absolutamente complaciente con el psiquiatra. Si no lo lograba, había pensado en un plan B: tendría que provocarle hasta hacerle estallar. 

Confiaba con no tener que recurrir a esa estrategia.  


CONTINUARÁ…

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