
Veinte años antes…
Parecía no ser consciente de lo que había hecho. Tal vez verdaderamente no lo era y su mente se había disociado, negando la realidad, protegiendo su frágil salud mental vapuleada desde sus más tiernos años de la infancia.
Aquel niño había convivido con la violencia desde la cuna, hasta casi llegar a integrarla como un ingrediente normal y habitual en las familias. No conocía otras realidades. En muchas ocasiones él mismo había golpeado a su madre a instancias de su padre, alentado y jaleado por él para que el siguiente golpe fuera más fuerte. Sabía que si no lo hacía, sería peor y Matt la golpearía con furia, castigándola por la debilidad de su vástago o le propinaría a él mismo una paliza para que no se le ocurriese desobedecerle.
Poco a poco, aquel crío se había hecho casi insensible. Una pátina de indiferencia había empezado a recubrirle con los años hasta convertirse en un caparazón infranqueable forjado con su silencio. Nunca había contado nada de lo que sucedía en esa casa. Todo lo había guardado en su interior, cargando con un peso insoportable. Su corazón se había ido cristalizando por la frialdad con la que había empezado a integrar la agresión física y psicológica en las rutinas del día a día. Su mente infantil había buscado una forma de escaparse de su cuerpo y de su realidad, hasta que llegó un momento en el que comprendió que no podía huir de sí mismo. Estaba atrapado en una jaula de carne y hueso. Antes o después, tenía que ceder.
Stephen habían entrado a trabajar en el Instituto de Investigaciones Mentales de Palo Alto antes incluso de finalizar su residencia. Había tenido que hacer malabarismos para conjugar ambos trabajos. Tenía sueño atrasado para varias décadas. Una vez terminada la residencia, se había ofrecido voluntario para colaborar en las urgencias, así que nada más licenciarse hacía algunos turnos a la semana en una ambulancia.
Aquella noche tuvo la estrepitosa mala suerte de hacerse cargo de aquel caso. Acababan de atender un caso de un ataque de ansiedad en Hollister y ya iban de regreso al Hospital Parkway de San José. Había sido sencillo, un paciente que sentía una fuerte sensación de ahogo que se había asustado y eso había incrementado precisamente la sensación de asfixia.
El cerebro, a veces, nos juega malas pasadas.
El destino, caprichoso como es, también.
Cuando saltó el aviso, eran los que parecían estar más cerca, así que el conductor no dudó en llamar por radio para decirles que no se preocupasen, que ellos se hacían cargo. Si hubieran sido capaces de prever las consecuencias de esa decisión tan altruista, posiblemente lo habrían pensado dos veces.
Según había dicho el policía que estaba en la escena del crimen, estaban casi seguros de que era el niño el que acababa de asesinar a su padre. La madre estaba en un estado semi inconsciente cuando la encontraron. Tenía múltiples golpes por el cuerpo y habían intentado asfixiarla. Ella no había podido haber sido. Era materialmente imposible.
- ¿Y un extraño? Tal vez entró alguien en la casa -le preguntó Stephen al policía. En su cabeza no cabía la posibilidad de que los monstruos pudieran habitar cuerpos pequeños.
- No hay señales de que forzasen la entrada. Tampoco han encontrado por el momento pisadas, huellas ni nada que indique que había alguien más en la casa. No obstante, es pronto para estar seguros al cien por cien. Aún así, el chico es el principal sospechoso.
Stephen no daba crédito a lo que escuchaba. ¿Qué había ocurrido en esa casa para un desenlace tan atroz? Verdaderamente era un caso estremecedor. Pensó que lo hablaría con sus jefes en Palo Alto para que incluyesen al niño entre sus pacientes. Era un sujeto digno de estudio y no podía desaprovechar la oportunidad.
- ¿Qué va a pasar con el chaval ahora?
- Los Servicios Sociales se harán cargo del menor por el momento, aunque no creo que tarde mucho en ser internado en un centro de detención juvenil.
- Pero es sólo un niño. A saber por qué experiencias habrá pasado para llegar a eso.
- Mira, chico. Eres muy joven y se ve que tienes las mejores intenciones. Sin embargo, créeme cuando te digo que suceden cosas horribles a diario y los seres que parecen más inocentes son capaces de cosas que no podrías ni imaginar. Cuando has cruzado esa puerta y has visto todo lo que yo he visto, ya no hay vuelta atrás. No vuelves a creer en la bondad del ser humano jamás.
- Es posible, pero también es cierto que el niño parece en shock. No creo que fuera algo premeditado. No puedo creer que un niño sea capaz de algo así. Tal vez fue en defensa propia y no sea capaz de digerir lo que hizo.
- O tal vez esté disimulando y no siente ni el menor remordimiento -respondió el policía, con una frialdad de hielo en sus ojos azules.
Stephen estaba conmocionado. Era un psiquiatra casi recién licenciado y, aunque ya había visto casos graves, nunca había tratado a pacientes que no fueran adultos. Era descorazonador pensar en lo que había sucedido en aquella casa. Tenía que lograr ser su terapeuta y descubrir qué había desencadenado que aquel niño hubiera matado a su padre, si es que el policía estaba en lo cierto.
Entonces recordó algo que había leído acerca de la triada homicida o triada del sociópata, una teoría que había desarrollado el psiquiatra forense John Marshall McDonald. Éste aseguraba que se producían tres conductas típicas en la infancia que precedían a la formación de un asesino en serie: la enuresis, la piromanía y el maltrato animal. Detectarlo a tiempo podía servir para prevenir que, en la edad adulta, aquellos niños que tiene una infancia marcada por conductas agresivas como las descritas no lleguen a cometer delitos violentos más adelante. De hecho, los asesinos seriales suelen haber manifestado, según la teoría, al menos un par de esas tres conductas que han sido precedidas por un historial de malos tratos y abusos en la infancia.
Tenía que averiguar qué había pasado con Arthur.
CONTINUARÁ…
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