
Negro.
Un color interesante.
Es el que se suele usar cuando se hace referencia a crímenes. Episodios negros, crónica negra de tal ciudad. Paparruchas. La muerte no tiene color. Aunque tal vez lo de negro se refiere al apagón que acompaña al último suspiro. Un fundido a un negro absoluto. La oscuridad que sobreviene.
En todo caso, yo soy más del rojo.
Un rojo intenso, un rojo carmesí, emanando vida.
Me gusta también el morado y, más aún, el púrpura irreverente, esa tonalidad que adquiere la piel tras un fuerte impacto llevándose con él cualquier rastro de salud.
Para gustos los colores, ¿no dicen eso?

El caso es que pienso en tonalidades mientras veo como mi última víctima se desangra. Mi obra final. ¡Que desvaríos tiene la mente humana! Seguro que podrían estar invirtiendo mejor mi tiempo en este instante.
Me mareo. Lo sé porque parece que no enfoco bien, como si todo a mi alrededor hubiera iniciado una danza casi invisible. Se me va la fuerza de los brazos, me inunda la flojera.

Me acerco un poco más al espejo. Y ahí está también el blanco. La palidez me invade.
Aprovecho para escribir con mi propia sangre un mensaje en el espejo.
“Yo los maté a todos”
Y el fundido es total.
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