Los ruidos del porvenir


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RUIDO

  1. Sonido inarticulado, sin ritmo ni armonía y confuso.
  2. Alboroto o mezcla confusa de sonidos.

PORVENIR

  1. Época o tiempo posterior al presente.
  2. Conjunto de acontecimientos que vivirá una persona.

Un viento gélido le despierta en mitad de la noche. Mira el reloj de la mesilla. Son la 4.34h. Se estremece. Tres años antes había recibido una llamada que le cambió la vida para siempre. En ese momento exacto. Desde entonces, se ha despertado en varias ocasiones a esa misma fatídica hora, en ese mismo maldito instante, pero nunca antes con la sensación de esa noche. Expulsa aire por la boca en un suspiro amargo. Se forma una pequeña nube de vaho, como cuando la temperatura roza el límite entre lo negativo y lo positivo. Debe haberse apagado la calefacción. Pero aún así… Podría bajar la temperatura de la casa hasta cuatro grados por la noche respecto a la temperatura diurna, pero no hasta ese punto. 

Es un frío con sabor a desgracia. 

Es un frío con olor a miedo.

Un escalofrío le recorre la espina dorsal. Nuestro cuerpo puede anticipar en ocasiones aquello que los ojos no han llegado a ver. Las terminaciones nerviosas en alerta, preparadas para mandar una señal de huida al cerebro. Hay una presencia extraña en la habitación. O eso cree. Tal vez es simple sugestión. Aún así. Intuye que no es algo que los cincos sentidos habituales puedan percibirlo, porque es más una sensación que nace desde dentro, un ruido que se gesta en su interior. Se plantea cerrar los párpados y taparse con la manta hasta la cabeza, como si no ver fuera sinónimo de que los horrores desaparecen, que no se sienten, que no tienen una existencia y una consistencia muy real. 

Como si los horrores no tuvieran cuerpo.

Como si no estuvieran constituidos de materia y energía.

Algo silba en su oído. Tal vez sea fruto, una vez más, de esa maldita sugestión que se ha colado por debajo de su piel. Traga saliva y parece una bola de pinchos de lo densa que se hace en su descenso por la garganta. Decide levantarse. Se aproxima al interruptor y, cómo no, la luz no se enciende. No sabe qué hacer a continuación. Salir del dormitorio se le antoja como una aventura sólo al alcance de tipos duros como Harry el sucio y él desde luego no es uno de esos. Pero si hay alguien en la habitación, como intuye, mejor será salir por patas.

Entonces suena un golpe en el cabecero. Está seguro de haberlo oído. Sale corriendo de la habitación. Se tropieza en el pasillo. Se agarra de milagro a la barandilla, lo justo para no caer. Nota una gota de sudor que empieza a recorrer su espalda, provocando un temblor irrefrenable debido a la temperatura tan baja que hay en la casa.  Y al miedo. Ahora los golpes se escuchan por otras partes. No se atreve a gritar, pero nota un chillido subir por su garganta, pidiendo que le hagan paso. Parece que los ruidos suenan acompasando su carrera. Son el eco de su miedo. Son una reverberación de ultratumba que parece tener un mensaje que comunicar. Por fin alcanza la escalera. Ha oído una voz, está seguro. 

No una voz. 

Esa voz. 

Pero no quiere creerlo. 

No se lo permite. 

Photo by Moises Besada on Pexels.com

Continúa avanzando hacia un refugio inexistente. Baja la escalera. Se come los escalones de dos en dos. Los ojos abiertos como platos. Ahora sí, ahora no puede cerrarlos. Su corazón bombea sangre a chorros, alertado por un cerebro que le dice que hay que estar preparados para la huida. Llega hasta la puerta de la entrada. Ha pensado que lo mejor será coger el coche y largarse de allí. Mira el cuenco que hay en el recibidor, donde solían dejar las llaves. Donde suele dejarlas también ahora. Y ahí están.  Las toma con la mano derecha y con la izquierda se prepara para girar el picaporte. El coche está en la puerta. La salvación está un poco más cerca. La puerta no se abre. Lógico. La dejó candada, como hace cada noche. Se dispone abrir el cerrojo pero no encuentra las llaves.

No están. 

Juraría que las dejó puestas. 

Siempre lo hace. 

Vuelve a oír esa voz. Es como la de Miriam, pero con una reverberación extraña que te pone la piel de gallina. Se tapa los oídos. No puede ser. Sólo es una pesadilla. Una más. 

—Ven conmigo.

Ahora lo escucha con claridad. Como si el futuro estuviera llamándole. Como si el porvenir le hubiera venido a buscar, dispuesto a llevárselo. Como si le reclamara el momento de rendir cuentas. La hora de ponerse ante el juez.

Lo supo. Ahora está seguro. Ella fue consciente de que él cortó los cables del freno. Por eso ya no le deja en paz. Ha venido a buscarle. Está atrapado en su propia casa. En su jaula de oro. A la desesperada vuelve hacer un inútil intento de abrir la puerta. Incluso apoya el pie derecho sobre la pared para hacer más fuerza al tirar. El terror nos impulsa a cometer estupideces. No está en una peli de acción. Él no va a conseguir derribar la puerta a empujones. Y menos una de alta seguridad como esa. 

—He venido a por ti.

Se horroriza. El miedo le paraliza por un instante. Mira las ventanas. Todas enrejadas. No hay escapatoria. Vuelven los ruidos. Ahora parece que la casa ha cobrado vida. Entonces cree tener un momento de lucidez. Vuelve a subir corriendo por las escaleras, azuzado por un miedo que le domina de pies a cabeza. La buhardilla. Podrá escapar por allí. Cuando llega, siente que le falta el aliento por la carrera. Ahí está. Su salvación. Una salida. Una escapatoria. Y, entonces, se tira por la ventana. Se golpea de forma fatídica y se parte el cuello. Y ya no hay solución.

La autopsia revelará que tenía un tumor cerebral. Igual que sucede con la estimulación magnética transcraneal, el tumor comprime una zona que puede provocar alucinaciones. 

Pero ya es demasiado tarde para él.

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