
No todas las celdas son iguales. Algunas ni siquiera lo parecen porque por fuera son preciosas, llenas de lujos superfluos, casi como si estuvieran hechas de oro y diamantes, con un gran brillo exterior pero decrépitas en su interior. Pero, por muy bellas que parezcan, por más que le demos una llamativa capa de pintura, aún así, han sido construidas para constreñir la existencia de alguien y, por lo tanto, siguen siendo celdas, al fin y al cabo.
Nadie se imagina viviendo en una prisión, porque vivir implica sentirse en libertad. Libre para tomar decisiones, aunque sean erróneas. Libre para salir a campo abierto aunque llueva. Libre para sentir aunque duela.
Libre simplemente para ser.
Nadie sueña con estar preso dentro de unos límites impuestos desde fuera, porque hablamos de sueños, es decir, del anhelo que nos produce un proyecto que ansiamos realizar. Lo demás no son sueños, sino pesadillas.
No.
Rotundamente no.
Todos y cada uno de nosotros imaginamos la felicidad asida a una sensación de libertad, de campos infinitos, de mares que culminan en horizontes lejanos, de cielos azules, de ausencia de límites y, sobre todo, sin barrotes de acero.
Aún me sorprende que nadie creyera que yo vivía en una. Entiendo, no obstante, su confusión, puesto que residíamos en un chalet de cuatrocientos metros cuadrados con una parcela de tres mil. ¿Quién podría llamar a eso una celda? Quizás sólo alguien que no estuviera en sus cabales.
Pero yo no estoy loca. Yo vivía en una, una muy oscura, una celda lúgubre y apagada. Una celda hecha con barrotes de golpes y gritos, una celda en la que su guardián te hacía sentir verdaderamente pequeña. Era una celda llena de suspiros, de lágrimas, de anhelos inalcanzables, de sueños y huesos rotos. Era una celda que poco a poco se convirtió en mi propia piel, incapaz de diferenciar el interior del exterior porque me sentía presa incluso en mis pensamientos más íntimos.
Ya todo quedó atrás. Ahora por primera vez en mucho tiempo me siento más libre que nunca, ahora que resido en un apartamento que apenas supera los treinta metros cuadrados, cuyas ventanas dan un patio interior.
Porque la libertad, ahora sí, sale desde mi interior.
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